Se permite volver a Soñar

Frente al desánimo Y hubo un gran terremoto; porque un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve. Y de miedo de él los guardas temblaron y se quedaron como muertos. Mas el ángel, respondiendo, dijo a las mujeres: No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor. E id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo he dicho. Entonces ellas, saliendo del sepulcro con temor y gran gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos. Y mientras iban a dar las nuevas a los discípulos, he aquí, Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Salve! Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron. Entonces Jesús les dijo: No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán. Mateo 28.2–10 No tengan miedo, porque sé que ustedes buscan a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí; ha resucitado, tal como dijo. Mateo 28.5–6 (NVI) Ha notado cómo puede leer una historia que piensa que conoce y luego volver a leerla y descubrir algo que nunca antes había visto? ¿Ha notado que puede leer acerca del mismo evento cien veces y luego a la centésima primera vez descubre algo tan sorprendente y nuevo que hace que usted se pregunte si es que estuvo dormido durante las otras veces? Tal vez es porque comenzó a la mitad de la historia en lugar de hacerlo desde el principio. O quizás es porque otro lo lee en voz alta y hace una pausa en un sitio donde normalmente usted no lo haría y… ¡PUM!, el hecho lo golpea. Agarra el libro y lo mira, sabiendo que alguno copió o leyó algo mal. Pero luego lo lee y… ¿Qué le parece? ¡Mira eso! Pues a mí me sucedió. Hoy mismo. Sólo Dios sabe cuántas veces he leído la historia de la resurrección. Por lo menos un par de docenas de Pascuas y unas doscientas veces entre estas. La he enseñado. He escrito sobre ella. He meditado acerca de ella. La he subrayado. Pero lo que vi hoy, nunca antes lo había visto. ¿Qué fue lo que vi? Antes de que se lo diga, permítame que le relate lo sucedido. Es un domingo por la mañana a la hora del amanecer y el cielo está oscuro. De hecho esas son las palabras de Juan. «Siendo aún oscuro…» (Juan 20.1). Es una oscura mañana de domingo. Había estado oscuro desde el viernes. Oscuro por la negación de Pedro. Oscuro por la traición de los discípulos. Oscuro por la cobardía de Pilato. Oscuro por la angustia de Jesús. Oscuro por el júbilo de Satanás. El único atisbo de luz proviene de un pequeño grupo de mujeres que se mantiene de pie a cierta distancia de la cruz… observando (Mateo 27.55). Entre ellas hay dos Marías, una es la madre de Santiago y de José y la otra María Magdalena. ¿Por qué se encontraban allí? Estaban para decir su nombre. Para ser las últimas voces que oyera antes de su muerte. Para preparar su cuerpo para el entierro. Estaban allí para limpiar la sangre de su barba. Para limpiar de sus piernas el color carmesí. Para cerrar sus ojos. Para acariciar su rostro. Están allí. Son las últimas en abandonar el Calvario y las primeras en llegar a la tumba. De manera que temprano en la mañana de ese domingo, abandonan sus camastros y caminan por el sendero sombreado por los árboles. La de ellas es una tarea sombría. La mañana sólo promete un encuentro, el encuentro con un cadáver. Recuerde que María y María no saben que esta es la primera Pascua de resurrección. No tienen la esperanza de que la tumba esté vacía. No están conversando sobre cuál será su reacción al ver a Jesús. No tienen ni la más mínima idea de que el sepulcro ha quedado desierto.
Si hubo algún momento en que tal vez osaron albergar tales sueños. Ya no. Es demasiado tarde para lo increíble. Los pies que anduvieron sobre el agua habían sido perforados. Las manos que habían sanado a leprosos habían sido inmovilizadas. Las aspiraciones nobles habían sido clavadas a la cruz del viernes. María y María han venido para untar con óleos tibios un frío cuerpo y decir adiós al único hombre que dio motivo a sus esperanzas. Pero la esperanza no es lo que lleva a las mujeres a subir la colina hasta el sepulcro. Es el deber. Pura devoción. No esperan recibir nada a cambio. ¿Qué podría dar Jesús ahora? ¿Qué pudiera ofrecer un hombre muerto? Las dos mujeres no están subiendo la montaña para recibir, se dirigen hacia la tumba para dar. Punto. No existe motivación más noble que esa. Hay momentos en los cuales también nosotros somos llamados a amar sin esperar ninguna recompensa. Momentos en los que somos llamados a dar dinero a personas que nunca nos dirán gracias, a perdonar a aquellos que no nos perdonarán, a llegar temprano y permanecer hasta tarde cuando nadie más lo nota. El servicio surge del deber. Este es el llamado del discipulado. María y María sabían que debía realizarse una tarea: El cuerpo de Jesús debía ser preparado para el entierro. Pedro no se ofreció para hacerlo. Andrés no se brindó tampoco como voluntario. No aparecían por ninguna parte la mujer adúltera perdonada ni los leprosos sanados. De modo que las dos Marías decidieron hacerlo ellas mismas. Me pregunto si a mitad del camino hacia la tumba se habrán sentado a reconsiderar. ¿Qué habría sucedido si se hubiesen mirado la una a la otra expresando su desaliento a la vez que se preguntaran «de qué sirve esto»? ¿Qué hubiera pasado si se hubiesen dado por vencidas? Y si una hubiera levantado sus brazos en señal de frustración mientras gemía: «Estoy cansada de ser la única que demuestra interés. Esta vez, para variar, que sea Andrés quien haga algo. Que demuestre Natanael un poco de sus dotes de líder». Ya sea que hayan sufrido esta tentación o no, me alegra que no hayan abandonado su propósito. Eso habría sido trágico. Pues verá, nosotros sabemos algo que ellas no sabían. Sabemos que el Padre estaba mirando. María y María pensaban que estaban a solas. Pero no era así. Pensaban que su travesía pasaba inadvertida. Estaban equivocadas. Dios lo sabía. Él las estaba mirando al subir por la montaña. Él medía sus pasos. Él se sonreía al ver sus corazones y se emocionaba por su devoción. Y les tenía preparada una sorpresa. Y hubo un gran terremoto; porque un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve. Y de miedo de él los guardas temblaron y se quedaron como muertos. Mateo 28.2–4 (Lea ahora con cuidado, esto es lo que noté hoy por primera vez.) ¿Por qué el ángel removió la piedra? ¿Para quién hizo rodar la piedra? ¿Para Jesús? Eso es lo que siempre pensé. Simplemente suponía que el ángel había removido la piedra para que Jesús pudiese salir. Pero reflexione acerca de eso. ¿Era acaso necesario que la piedra fuese removida para que Jesús pudiera salir? ¿Necesitaba Dios alguna ayuda? ¿Se encontraba el vencedor de la muerte debilitado al punto de no poder desplazar una piedra de un empujón? («Oigan por favor, ¿podría alguno de allá afuera mover esta piedra para que yo pueda salir?») No lo creo. El texto da la impresión de que ¡Jesús ya había salido cuando fue removida la piedra! En ningún lugar de los Evangelios dice que el ángel quitó la piedra para Jesús. Entonces… ¿Para quién fue desplazada la piedra? Escuche lo que dice el ángel: «Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor» (v. 6). La piedra no fue removida para Jesús sino para las mujeres; no para que Jesús pudiese salir, ¡sino para que las mujeres pudiesen mirar hacia adentro! María mira a María y María ésta sonríe de la misma manera que lo hizo cuando los panes y los peces seguían saliendo de la cesta. La vieja pasión se inflama. Repentinamente está permitido volver a soñar. «Id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis» (v. 7). María y María no tienen necesidad de que el mensaje sea repetido. Giran sobre sus talones y comienzan a correr en dirección a Jerusalén. La oscuridad se ha ido. Ha salido el sol. El Hijo se ha levantado. Pero el Hijo no ha terminado. Aún les aguarda otra sorpresa. «He aquí Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Salve! Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron. Entonces Jesús les dijo: No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán» (vv. 9–10). El Dios de las sorpresas se manifiesta otra vez. Es como si dijese: «Ya no puedo seguir esperando. Vinieron hasta aquí para verme; les voy a caer de sorpresa».
Dios le hace eso a los que le son fieles. Justo en el momento que la matriz se vuelve demasiado vieja para concebir, Sarai queda embarazada. Justo en el momento que el fracaso excede a la gracia, David es perdonado. Y justo en el momento que el camino es demasiado oscuro para María y María, el ángel reluce, el Salvador se hace ver y las dos mujeres nunca volverán a ser las mismas de antes. ¿La lección? Tres palabras. No se rinda. ¿Está oscuro el sendero? No se siente. ¿Está largo el camino? No se detenga. ¿Está negra la noche? No abandone. Dios está mirando. Sin saberlo usted, es posible que en este preciso instante le esté diciendo al ángel que quite la piedra. Tal vez el cheque esté en el correo. Quizás una disculpa esté en proceso de elaboración. A lo mejor el contrato de trabajo está sobre el escritorio. No abandone. Pues si lo hace es posible que se pierda la respuesta a sus oraciones. Dios aún envía ángeles. Aún remueve piedras.

#SePermiteVolveraSoñar –>Capitulo extraido del libro de Max Lucado «Aun remueve Piedras».

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